Dennis Sammut, Director de LINKS (Diálogo, Análisis e Investigación) y Editor en Jefe del portal web commonspace.eu
La reciente crisis política en Túnez es señal de un malestar más profundo. Durante décadas la élite política del país ha fracasado en cumplir las expectativas de la nación. Un país que, debido a la diligencia de su pueblo, ha sido considerado un modelo a través de los años desde su independencia, pero ha fallado en mejorar la calidad de vida de su pueblo. El resultado es desilusión y frustración generalizada, de las cuales se alimentan los parásitos políticos de todo tipo.
Túnez logró la independencia de Francia en 1956, siendo uno de los primeros países africanos en adquirir la categoría de Estado. Esto se logró con bastante facilidad y sin las convulsiones violentas que ocurrieron en su vecino Argelia. Esto le dio a Túnez una ventaja, que al principio, bajo el pragmático liderazgo de Habib Bourguiba, se parecía estar aprovechando. La educación y el estándar de vida estuvieron entre los mejores del norte de África; el país desarrolló un fino equilibrio entre los regímenes secularistas, en su mayoría dirigidos por militares, que estaban distribuidos en el mundo árabe en ese momento, y las monarquías más conservadoras, manteniéndose apartados de la mayoría de las controversias que plagaron la política árabe.
A medida que Bourguiba envejecía, no supo generar un camino adecuado para su sucesión. Su Partido Destour (luego renombrado Partido Socialista Destour) se continuó alimentando del aura de haber logrado la independencia nacional, hasta que esto se agotó debido a los nuevos desafíos y problemas. El Partido y el Gobierno que lideraba, se vieron plagados de facciones internas y fueron incapaces de hacer una reforma. En 1978, una de las facciones finalmente se movió para tomar el poder, y Bourguiba fue despedido sin contemplaciones por su primer ministro, un expolicía y jefe de seguridad, Zine El Abidine Ben Ali, que gobernó el país hasta que -en 2011- se convirtió en el primer líder árabe en ser derrocado por la primavera árabe.
La presidencia de Ben Ali fue el tiempo de las oportunidades perdidas; tuvo un Gobierno corrupto y opresivo que sofocó el potencial de Túnez. El país continúa dañado por tal experiencia.
El popular derrocamiento de Ben Ali fue un catalizador para episodios similares en otros países árabes, pero Túnez se adecuaba de manera única hacia una transición a la democracia. En este sentido la última década ha demostrado que esto es verdad. Pero el proceso siempre fue frágil. Las fuerzas centrífugas en juego en todo el mundo árabe pueden verse también en Túnez. Muchos esperaron que el país las tuviera bajo control. Los eventos recientes han puesto esto en duda.
Una historia de dos Túnez
Con frecuencia parece que Túnez sean dos países, no uno. Está el Túnez de la capital, Túnez, donde vive alrededor de la cuarta parte de los once millones de habitantes del país. Aquí es posible encontrar una sociedad no muy diferente a la del sur de Europa, con una extensa clase media, una clase trabajadora organizada y sindicalizada, una sociedad civil y una escena cultural animadas, y una propensión a identificarse con el modelo secular de sociedad. Sin embargo, esta imagen también puede ser engañosa. Del mismo modo que con otras grandes metrópolis, como es el caso de Estambul, ha existido en los últimos años una constante migración de personas del campo a la capital. Estos tienden a ser más conservadores religiosamente hablando y quedan algo sorprendidos por las costumbres de la ciudad. Túnez ya no puede considerar hoy una mayoría secular como un hecho indiscutible, y fuera de la capital, el otro Túnez reina: mucho más conservador, mayormente rural y luchando para ganarse la vida.
A pesar de que esta línea divisoria económica y social siempre ha estado allí, se volvió más aguda durante los tiempos de Ben Ali. Esto creó un terreno fértil para el islam político, aunque también en este caso, con un toque tunecino. Una parte radical encontró afinidad con Al-Qaeda y posteriormente con el Estado Islámico (EI). Cientos de tunecinos pelearon con el EI en Siria e Irak. No obstante, estos siempre fueron una pequeña minoría. La mayoría de los tunecinos que buscan un modelo islámico para el futuro de su país se concentraron en el movimiento Ennahda, la versión local de los Hermanos Musulmanes y su líder Rachid al-Ghannouchi.
Ghannouchi pasó la mayor parte de los veintitrés años del régimen de Ben Ali en el exilio en Londres. Ganó reputación como un moderado y renunció a la violencia como herramienta política. Cuando Ben Ali fue finalmente derrocado, Ghannouchi regresó a Túnez a liderar la que se convertiría en la más grande e influyente fuerza política del país. Ghannouchi ha sido una de las más grandes y más importantes figuras para construir el nuevo Túnez desde el año 2011. Por esta razón, muchos argumentan que él debe hacerse responsable por el desastre político y económico en que el país se encuentra en este momento. Los defensores de Ghannouchi dicen que él siempre ha optado por el compromiso y que a veces esto se malinterpreta erróneamente como indecisión.
El fracaso de la Revolución de 2011
Las revoluciones casi nunca terminan cumpliendo los sueños de aquellos que se esperanzaron por ellas y Túnez no es la excepción. Después de 2011, a nivel político el país experimentó una brisa fresca de democracia y la dignidad de los ciudadanos fue restaurada. Pero la pluralidad política también trajo consigo controversia, división y parálisis. Esto en un momento en que Túnez necesitaba un fuerte gobierno para lidiar con varios problemas, desde el terrorismo a la pandemia y la crisis económica derivada de ambos temas.
Tras el 2011, Túnez ha tenido un parlamento elegido democráticamente y un presidente electo democráticamente. Ambos, por lo tanto, cuentan con una legitimidad que no puede ser ignorada. Los controles y equilibrios que se suponía que esto iba a proporcionar han terminado más recientemente en el estancamiento político, un atasco que se rompió en los últimos días cuando el presidente destituyó al primer ministro y congeló de facto el trabajo del parlamento. La oposición ha llamado a esto un golpe de Estado, mientras que el presidente lo llama una medida urgente para salvar a Túnez de una desesperada situación. El hecho de que el presidente, Kaies Saied, haya podido siquiera contemplar los últimos movimientos, es una manifestación de una profunda desilusión que sienten muchos tunecinos.
En general, la Revolución de 2011 ha dejado a los tunecinos ampliamente decepcionados. Las oportunidades económicas que muchos esperaron nunca se materializaron, a pesar del hecho de que grandes sumas de dinero en forma de ayudas económicas llegaron desde el exterior. El Gobierno parece haber descuidado la situación de seguridad, actuando demasiado tarde para reprimir a los grupos islámicos violentos y dándoles el espacio para cometer atrocidades contra la lucrativa industria del turismo. Como resultado de ello, comunidades enteras que dependen del turismo sufrieron. Antes de que la industria tuviera tiempo de recuperarse, el coronavirus atacó. Este doble golpe ha diezmado a los que en otras circunstancias serían exitosos y lucrativos centros turísticos de Túnez.
Importantes reformas económicas de las que dependía una crucial ayuda financiera exterior se vieron atascadas en las disputas políticas que han caracterizado los últimos años. La economía tunecina, ya tambaleante por la indecisión política, se vio más afectada por las consecuencias de la pandemia de COVID-19 que algunos de sus vecinos. En los últimos meses, el Gobierno también parecía haber perdido el control de la propia pandemia, con los hospitales tunecinos desbordados y sin capacidad para atender los casos.
Por lo tanto, había motivos para una intervención presidencial, pero esto no da al presidente carta blanca para un poder irrestricto. Su dosis de medicina sólo puede funcionar si se aplica rápidamente y con moderación.
Aquello que funcionó en otras partes, no funcionará en Túnez
Algunos ven los acontecimientos en Túnez como una especie de repetición de los eventos en Egipto de 2013, donde el Gobierno de la Hermandad Musulmana fue destituido después de que las protestas masivas adquirieran el apoyo del ejército. Pero Túnez no es Egipto, y Ennahda no es lo mismo que los Hermanos Musulmanes de Egipto. Egipto ha sido gobernado en gran medida por oficiales del ejército desde 1952. Túnez es un contexto políticamente más sofisticado. El presidente tendrá que actuar con cautela para no agravar los problemas que pretende resolver. Pero Túnez tampoco es Libia, y un deslizamiento hacia la guerra civil es inconcebible. Al final, el impasse tendrá que resolverse mediante elecciones, libres y justas, de las que el país ya tiene cierta experiencia.
Los tunecinos racionales deben frenar a los radicales
A pesar de la actual agitación, Túnez cuenta con una red de seguridad política que pocos países árabes comparten. Tiene una sociedad civil activa, unos medios de comunicación pluralistas e instituciones, como los sindicatos, que han resistido el paso del tiempo. El país tiene un alto nivel de educación, con casi el cien por cien de alfabetización entre sus jóvenes. Este capital humano es la base sobre la que debe construirse el futuro de Túnez. Túnez también tiene un ejército que tradicionalmente se ha mantenido al margen de la política.
La mayoría de los tunecinos parecen acoger con satisfacción la salida del estancamiento político de los últimos meses y años. El presidente Saidi puede, por tanto, estar viviendo una breve de luna de miel. Sin embargo, es poco probable que los tunecinos acojan con agrado cualquier vuelta al régimen autoritario, independientemente de la justificación.
El presidente Saidi, el líder de Ennahda -Ghannouchi- y el resto de la élite política serán puestos a prueba en las próximas semanas. Dentro de sus filas hay radicales que buscarán llevar la crisis a un enfrentamiento; deben resistirse a ellos. El compromiso siempre va a ser necesario. Hay que restablecer el orden constitucional lo antes posible y permitir al pueblo tunecino una elección más clara para decidir el futuro a través de las urnas.
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