Liam Duffy, asesor en extremismo y contraterrorismo, residente en Londres
Debemos agradecer a Lenin por señalar que existen “décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas.” Bueno, pues así es. Es difícil comprender que una oleada de ataques terroristas golpease al Reino Unido apenas unos meses atrás. Estos ataques fueron menos técnicos y menos ambiciosos que los horrores de 2017, pero el que hecho que los tres fuesen perpetrados por terroristas condenados coloca en el centro de atención las serias preocupaciones acerca del extremismo en las prisiones.
Como era predecible, tras los sucesos el debate se polarizó. Entre el reclamo contra la simple liberación de terroristas a las calles (sin mencionar que se hizo de forma anticipada, como en el caso de los atacantes del Puente de Londres y Streatham) y el presentar la desradicalización como la fórmula mágica para “arreglar” a terroristas rebeldes, la pregunta que se planteaban las autoridades era: ¿Qué tan peligrosa es esta gente?
Según una nueva investigación sobre terroristas belgas desarrollada por el Instituto Egmont, la respuesta es: menos peligrosos de lo que se piensa. La información sugiere que la tasa de reincidencia de los terroristas no supera el 5%, comparada con el 40-60% entre otros tipos de delincuentes. Esto brinda una valiosa perspectiva para las autoridades europeas que enfrentan el inminente panorama de miles de extremistas detenidos que regresarán a las calles en los próximos meses.
La investigación analiza la reincidencia de terroristas desde la década de los noventa y referencias de bancos de datos que van incluso más atrás. Este tipo de investigación es la única guía disponible para anticipar tendencias futuras, pero los líderes políticos deben asegurarse que los resultados optimistas no ocasionen un exceso de confianza y que los hallazgos se empleen con cierto grado de precaución. El movimiento yihadista global es fundamentalmente diferente en la actualidad, más disperso y en última instancia más radical, de lo que era durante los noventa.
Por ejemplo, en el Reino Unido muchos de aquellos que fueron condenados entre la década de 1990 y principios del 2000 creían en un “pacto de seguridad” con las naciones donde residían, es decir, que apoyarían los esfuerzos por establecer la sharia en el extranjero, con dinero y reclutas, mientras evitaban ataques contra civiles en sus países de residencia. Este paradigma contaba con aceptación entre los islamistas británicos.
Más tarde, ideólogos influyentes con profundo impacto en Occidente, como el clérigo yemení-estadounidense de Al-Qaeda, Anwar al-Awlaki, alentó a muchos a violar el pacto, y en el Reino Unido los atentados de 2005 en Londres marcaron el fin de dicha era. Desde entonces, el Estado Islámico (EI) ha dado fin con los vestigios de este “pacto”, alentando a sus seguidores a matar a quien sea, donde y cuando sea posible.
Como para ilustrar la radicalización del movimiento, un contingente británico de las misiones de paz de las Naciones Unidas en Bosnia -a principios de los noventa- fue detenido por un combatiente muyahidín británico antes que fuese liberado ileso. Décadas más tarde, en Siria, otro británico, Mohammed Emwazi -conocido por sus camaradas como Abu Muharib al-Muhajir y por la prensa amarillista como “Jihadi John”- asesinó brutalmente ante las cámaras a trabajadores humanitarios y a periodistas.
Si la investigación servirá de base para temas delicados como la repatriación de combatientes extranjeros, debe tomar en consideración que el comportamiento de los yihadistas que participaron en Afganistán contra los soviéticos y más tarde en Argelia, Bosnia y/o Chechenia, podría no ser suficiente para predecir los riesgos de recibir a aquellos de los últimos bastiones del “califato” del EI en Baghuz, al este de Siria.
En Occidente, mucho se ha dicho sobre la evolución desde el modelo de terrorismo “espectacular” de Al-Qaeda, hasta los ataques de baja tecnología dirigidos e inspirados por el EI, resumidos por las instrucciones del portavoz de grupo Abu Mohammed al-Adnani, para “dejar en evidencia a los incrédulos estadounidenses, franceses y cualquiera de sus aliados. Aplastar su cabeza con una roca o liquidarlo con un cuchillo, o arrollarlo con un vehículo, o lanzarlo desde las alturas, o estrangularlo o envenenarlo.”
Es posible que esto haya sido entendido -subestimado- únicamente como un cambio de tácticas, en lugar de un cambio fundamental. El académico francés Gilles Kepel se ha preguntado si Europa no estaría entrando a una nueva fase de terror yihadista, una “cuarta generación”, tras la caída de Raqqa en 2017. Si así fuese, los algoritmos para comprender la radicalización y la movilización hacia la violencia necesitarían ser recalibrados.
Dada la incertidumbre por el número sin precedentes de extremistas que llegarán a las calles en los próximos años, sumada a la ausencia de un “perfil” terrorista universal, la tasa de reincidencia aparentemente baja del 5% podría servir en realidad para predecir con relativa fuerza un cierto compromiso, teniendo en cuenta la limitada utilidad de cualquier otro aspecto social o económico.
Esta generación podrá haber sido relativamente tranquila hasta ahora, pero aquellos que fueron atraídos hacia el movimiento yihadista bajo Osama Bin Laden y luego cambiaron de alianza hacia Abu Bakr al-Baghdadi podrían hacerse escuchar aún. Los leales seguidores de Al-Qaeda y el EI se han disputado reclutas tras las rejas, y uno que estuvo oscilando entre unos y otros lanzó su ataque dentro de los muros mismos de la prisión. En el mundo exterior, un EI o una Al-Qaeda renacientes o un contendiente nuevo que surja dentro de muchos años, podrían brindar ímpetu a la nueva generación para reactivarse y movilizarse.
La investigación también hace referencia a la rápida introducción del Gobierno británico de nuevos lineamientos para dictar condenas como una “respuesta instintiva”, que en todo caso sería una corrección a 30 años de “subreacción” ante una amenaza terrorista islamista creciente. Las sentencias cortas pusieron mucha fe en las cárceles más como desincentivo o como lugares para lograr la rehabilitación, que como instituciones que también podrían servir para mantener a gente inocente a salvo de la violencia. El debate sobre este nuevo equilibrio se estaba desarrollando justo cuando se produjeron los últimos ataques que llamaron a la acción.
Por último, ¿qué tan útiles son las comparaciones entre el terrorismo y los delitos comunes? Es cierto que pueden existir similitudes metodológicas entre terrorismo y crimen organizado, y en algunos casos tales redes se superponen. Pero el terrorismo es fundamentalmente diferente por naturaleza al delito común, y las consecuencias sociales de la reincidencia son tanto más graves, que estas comparaciones quedan cortas. A diferencia de la delincuencia, los actos terroristas son perpetrados y percibidos como un ataque contra la sociedad en su conjunto, contra su identidad y sus valores comunes, y la población responde en consecuencia. Existen a su vez pocas similitudes entre los delitos no violentos y los ilícitos “no violentos” vinculados al terrorismo, como la recaudación de fondos, toda vez que éstos últimos podrían emplearse para asesinatos en masa en cualquier momento, y por ende merecen sentencias más elevadas, sin importar las probabilidades de reincidencia.
Tras su liberación, la mayoría de los delincuentes podría necesitar reportarse a un oficial de libertad condicional, mientras que los terroristas tendrían encima aparatos de monitoreo valuados en varios cientos de millones de dólares. De hecho, fue este impresionante operativo lo que se puso en acción para evitar que el atacante de Streatham -Sudesh Amman- llegase a matar. Es imposible saber el poder disuasivo que podría tener el conocimiento sobre la existencia de esta maquinaria, y eso será siempre así: el gran problema para la evaluación de los programas de contraterrorismo está en que cuando funcionan -y evitan el terrorismo- luego los bajos números de ataques terroristas pueden conducir equivocadamente a un sentimiento de un nivel de riesgo comparativamente bajo.
Al aceptar que la historia es nuestra única guía, simplemente no tenemos forma de saber cuán peligrosa puede llegar a ser la “generación EI” y ésta podría impulsar esa cifra de 5% hacia arriba, un punto que el autor fácilmente reconoce. Aun así, este 5% del número absoluto de terroristas convictos que es mayor en los últimos años al que existió jamás, tiene la capacidad para alcanzar efectos terribles, especialmente si se viese complementado con el número sin precedentes de extremistas. Toda vez que éste es un experimento que se desarrollará en las calles de nuestros pueblos y ciudades durante los próximos años, la cautela es nuestra mejor estrategia.