La enfermedad de Coronavirus 2019 (COVID-19) está ocasionando muertes en todo el mundo, perturbando a la sociedad, a la economía, a la política y alterando nuestras vidas. Con este nivel de intensidad está destinada a alcanzar -o incluso reemplazar- al terrorismo como la gran amenaza de nuestro tiempo, especialmente durante una fase de aparente descenso del yihadismo, al menos en Occidente. [1]
Similitudes
Por ello sería útil comparar estas dos amenazas: terrorismo y coronavirus. Tienen algunas similitudes interesantes, y no es coincidencia que la infección y el virus se hayan transformado en metáforas recurrentes en el discurso sobre terrorismo global. [2]
El terrorismo y el COVID-19 son riesgos involuntarios, a diferencia de los daños producidos -por ejemplo- por fumar tabaco. Ambas amenazas son fundamentalmente de baja probabilidad y alto riesgo. Se trata igualmente de amenazas no tradicionales a la seguridad, ya que aunque muchas veces se las compara con guerras, principalmente para enfatizar su gravedad, a diferencia de las guerras convencionales, ninguna es una amenaza militar utilizada por un Estado en contra de otro.
Se trata al mismo tiempo de amenazas transnacionales que pasan por alto las fronteras de los Estados: el COVID-19 se originó en la provincia china de Hubei, pero ahora se ha propagado por todo el mundo y de esa manera ha cobrado la forma de una pandemia. En muchos sentidos, una vez que llega a otros países, se puede considerar un tipo de amenaza de cultivo propio.
El COVID-19 no selecciona a sus víctimas: es mucho más que el terrorismo indiscriminado. En términos generales, el COVID-19 podría ser aún más letal, al menos en Occidente: en Italia (el país más afectado en este momento), según datos oficiales, en unas cuantas semanas ya se ha cobrado más muertes que el 11-S, el atentado terrorista más catastrófico de la historia.
En ambos casos el miedo también es alimentado por su carácter sigiloso: el terrorismo se basa en el secreto [3] y los virus son invisibles a simple vista y en muchos sentidos resultan misteriosos (al menos para los no especialistas). Es más, para ambas amenazas, el miedo y su carácter sigiloso estimulan la proliferación de teorías conspirativas acerca de su origen y desarrollo.
Se corre el riesgo de que estas dos amenazas provoquen no solo miedo, sino también desconfianza entre las personas. Respecto al terrorismo, recordemos por ejemplo que Abu Muhammad al-Adnani, entonces vocero oficial del denominado Estado Islámico (EI), en su famoso discurso That They Live by Proof, el 21 de mayo de 2016, alentó a los simpatizantes del EI a amedrentar a los “cruzados” y a aterrorizarlos, “hasta que cada vecino tema a su vecino”. En este caso el objetivo es infundir miedo a que el vecino sea un terrorista que esconde su verdadera intención para no ser identificado y frenado, al menos hasta el momento en que él o ella pueda actuar.
En algunos sentidos algo similar se aplica al COVID-19. En este caso la desconfianza hacia nuestro vecino, que podría ser menos aguda pero más amplia, se debe al hecho de que la otra persona, en contra de su voluntad (ante la ausencia de síntomas) e incluso sin saberlo, puede constituirse en vehículo de la infección. De hecho, en la infección involuntaria, la diferencia entre las víctimas y las pérdidas generadas por los “autores” pierde sentido o al menos cambia radicalmente: cada uno puede ser de manera involuntaria el “autor” de otras víctimas, por así decirlo, solo por ser portador del virus.
Diferencias
Por otra parte, las diferencias entre terrorismo y coronavirus son aún más interesantes. En primer lugar, vale la pena observar que, por su propia naturaleza, el terrorismo se expresa en acciones individuales. Los actos terroristas podrían durar incluso varios días, especialmente cuando incluyen toma de rehenes, combinarse entre sí (como en los atentados terroristas del 7-9 de enero de 2015 en París, en manos de los hermanos Kouachi y Amedy Coulibaly) y por supuesto producirse en una rápida sucesión de intensas campañas de violencia. La realidad es que la violencia terrorista es un fenómeno discreto, en tanto que la enfermedad infecciosa no ocurre en acciones individuales separadas, sino más bien en una ola uniforme de propagación.
Vale decir que la diferencia más obvia entre terrorismo y COVID-19 es que en el primero se trata de la amenaza de un humano, mientras que en el segundo es una amenaza natural. El terrorismo es una estrategia política, con sus propósitos e instrumentos políticos. Es en particular una estrategia que presta gran atención a los factores psicológicos: los terroristas no pueden derrotar a sus enemigos estatales directamente en el campo de batalla mediante la fuerza, su objetivo es resquebrajar su voluntad y resistencia.
De ahí la importancia de la dimensión simbólica y casi dramática de la violencia. Como muchos intelectuales han señalado, en esencia el terrorismo puede interpretarse como un “teatro”. En ciertos aspectos se basa en libretos, conspiraciones, directores, actores, accesorios y, por supuesto, audiencias. Tan solo pensemos en la espectacular violencia del atentado del 11 de septiembre. Incluso para actos terroristas fuera de lo común por su letalidad -como el 11-S – hay algo de cierto en el comentario según el cual los “terroristas desean que mucha gente lo vea y no así que gran cantidad de gente muera”, como observó el experto estadounidense Brian Michael Jenkins hace varios años. Por lo que concierne al Estado, no solo le interesa que no muera mucha gente sino también que no sea visto por muchos. La batalla sobre el control de la visibilidad de la violencia es por tanto decisiva.
Es evidente que el COVID-19 no puede adoptar ninguna estrategia (con planes, financiamiento, propaganda, etc.) y no es un actor estratégico propiamente dicho, que modifica y adapta sus acciones a partir del comportamiento de su oponente. A diferencia del terrorismo, en particular, no puede cumplir un rol en una batalla simbólica. Los Estados y otras entidades de la sociedad están por tanto en posición de controlar la visibilidad y publicidad de los efectos más impresionantes de la amenaza, pueden ocultarlos o al menos decidir cuándo y bajo qué circunstancias pueden ser visibles.
No es coincidencia que hasta ahora los aspectos más estremecedores del impacto de la epidemia en las personas, como el sufrimiento físico de los infectados, se haya mantenido oculto. El terrorismo es visible por definición. Aun así, el temor al COVID-19 es alentado precisamente por su invisibilidad: el patógeno es indetectable a simple vista y por ello el contagio es inevitable en esta etapa, salvo mediante distanciamiento social. Este aspecto de la epidemia puede conducir al riesgo de un estado de pánico aún más profundo en comparación con el terrorismo porque es invisible, anónimo, carece de referencias y cercano a una angustia desenfocada.
Miedo y culpa
Al menos en países que están profundamente afectados por la enfermedad infecciosa, como Italia, las dificultades para controlar la angustia explicarían los intentos por culpar a ciertos grupos o categorías sociales, incluso sin ningún fundamento. Por ejemplo, inicialmente se responsabilizó a la población china y, una vez que la enfermedad se arraigó en el país, a las personas sospechosas de no estar acatando las restricciones impuestas por el Gobierno. Puesto que no es posible atribuir la responsabilidad y rechazar el virus, las personas podrían verse tentadas de buscar culpables, y quizás incluso chivos expiatorios.
De hecho, escritores, al igual que historiadores, muchas veces han descrito este mecanismo durante las epidemias: se puede pensar, por ejemplo en los untore (propagadores de la plaga) de la Gran Plaga de Milán (1630) inmortalizada en el gran clásico de la literatura italiana The Betrothed de Alessandro Manzoni.
En un análisis más detallado, el control del pánico también pone de relieve un interesante contraste entre terrorismo y coronavirus. En el primer caso los Estados generalmente luchan por contener el temor a fin de tranquilizar a su población. Respecto al COVID-19, es posible sostener, al menos en ciertas circunstancias, que los Estados podrían estar interesados, si no en fomentar el temor, en mantenerlo activo hasta cierto grado para así aprovechar la oportunidad de controlar la visibilidad de la amenaza, especialmente a fin de conducir a los ciudadanos hacia el cumplimiento de las restricciones que se imponen y que son necesarias para salvar sus vidas.
En lugares como Italia son frecuentes -e incluso dramáticas- las declaraciones relacionadas con las condiciones críticas de los hospitales, a fin de convencer a todos los ciudadanos de tomarlo en serio y en la práctica de quedarse en casa como solicitan las autoridades.
En general, después de un atentado terrorista, los Gobiernos piden a los ciudadanos regresar a su vida normal, a veces sugiriendo -acertada o equivocadamente- que el regreso a las condiciones normales es la mejor respuesta al desafío terrorista.
Se argumenta asimismo que el grado de reacción del Gobierno es muy diferente, si no opuesto, respecto a ambas amenazas. Por otra parte, a menudo se dice que los Estados tienden a reaccionar de manera exagerada a los atentados sorpresa lanzados por terroristas. Aparte de los posibles errores de juicio con relación al adversario en el plano interno, los Gobiernos se ven obligados a mostrar a la población que de alguna manera están reaccionando enérgicamente ante el desafío terrorista, aun corriendo el riesgo de caer en la trampa de una provocación deliberada por parte de los terroristas.[4]
Con la gradual propagación internacional del virus, los Estados ha sido acusados de reaccionar pasivamente, tanto más porque en muchos casos podrían relacionarlo con la experiencia pasada en otros países (primero China, luego Italia, y así sucesivamente). Si bien es cierto que la epidemia explotó en China repentinamente y de formas no previsibles e inicialmente tomando a todos por sorpresa, también es verdad que luego le tomó semanas presentarse en otros países; en los últimos días especialmente su avance ha sido claramente visible para todos y es relativamente previsible. Es más, el riesgo de caer en una provocación desde luego no está dado, pues por naturaleza el virus no es un actor intencional y estratégico.
Enfrentados al COVID-19, los Estados son llamados a tomar decisiones rápidas de enorme importancia en condiciones no previstas. Las respuestas que ya están en marcha -aunque a veces de manera tardía y no a la altura de la amenaza- no tienen precedentes en tiempos de paz, y son mucho más severas que las reacciones que generalmente se han adoptado en contra del terrorismo, al menos en el corto y mediano plazo. En cuanto a la lucha contra el terrorismo, los confinamientos son raros y en cualquier caso limitados en tiempo y espacio, especialmente en Estados democráticos: entre los pocos ejemplos, recordemos el confinamiento por seguridad en Bruselas (21-25 de noviembre de 2015) dadas las señales en torno a potenciales atentados yihadistas.
Un aspecto que merece interés es el papel de la población para combatir la amenaza. La contribución de los ciudadanos en contra del terrorismo puede ser importante (por ejemplo, en términos de la posible transmisión de información relevante a las autoridades), pero sobre todo tiende a ser relativamente limitada y esporádica. Para combatir una epidemia infecciosa como el COVID-19, a los ciudadanos se les encomienda tareas esenciales, pero simples y aparentemente triviales, como lavarse las manos de manera apropiada y practicar el distanciamiento social. La dimensión heroica del desafío se concentra principalmente en los hospitales como primera línea, con la invaluable contribución de médicos, enfermeras y otros profesionales de la salud.
En conclusión, a medida que el riesgo del COVID-19 se establece como una amenaza fundamental para nuestras sociedades, es útil reflexionar sobre sus similitudes y diferencias con el terrorismo, otra amenaza que infunde un gran temor en nuestra era.
European Eye on Radicalización tiene el objetivo de publicar una diversidad de perspectivas, y por ello no se adscribe a las opiniones expresadas por quienes contribuyen con sus artículos. Los puntos de vista expresados en el presente artículo representan únicamente a su autor.
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Referencias
[1] Véase, entre otros, Francesco Marone, “The Islamic State in the West”, Commentary, ISPI – Italian Institute for International Political Studies, 28 de junio de 2019.
[2] Bruce Magnusson and Zahi Zalloua, eds, Contagion: Health, Fear, Sovereignty (Seattle, WA: University of Washington Press, 2012).
[3] Véase Francesco Marone, “L’organizzazione del segreto nei gruppi terroristici” [The Social Organization of Secrecy in Terrorist Groups], Rassegna Italiana di Sociologia, Vol. 55, No. 2, 2014: 303-334; Idem, “Abu Bakr al-Baghdadi and the Dilemma of Visibility”, European Eye on Radicalization, 27 de octubre de 2019.
[4] De hecho, las evaluaciones sobre la supuesta reacción exagerada respecto a la amenaza, no siempre brindan la debida consideración al hecho de que, en retrospectiva, la amenaza puede parecer limitada, precisamente como resultado de tal reacción a partir de un mecanismo similar al de las profecías autodestructivas.