Nunca es fácil, tras una masacre, volver a discutir lo mundano. Conversar sobre temas banales poco después de algo tan sobrecogedor puede parecer un tanto torpe. De ahí la necesidad, quizá, de discutir sobre la extrema derecha global en términos emotivos, atemporales y sobredimensionados luego de la masacre en Christchurch. Es una forma de mantener alta la intensidad emocional – una apuesta por retener la sensación de palpitar en las venas y un intento por evitar un regreso insensible y prematuro a la realidad.
Pero aunque los movimientos son dominados y galvanizados por eventos que se desenvuelven en apenas momentos, momentos como este no lo son todo. La forma cómo estos movimientos ocupan los meses merece la misma atención. Y es durante esos meses, mucho más que durante los pocos días en los que auto-proclamados fascistas asesinos parecen ser más importantes, que éstos y sus contrapartes ideológicos menos llamativos exponen sus debilidades.
Estas supuestas debilidades no son inherentes a sus movimientos, por supuesto. Escuchar a los miembros de la nueva derecha, la derecha radical, hablar de ellas, es para acumular poder. Es el poder de millones silenciosos, si se da crédito a la retórica. Pero los silenciosos permanecen así – vale la pena repetirlo, según su versión – en parte debido a las presiones que llegan de arriba. La opresión es una herramienta retórica esencial de la derecha radical – siempre impuesta por la institucionalidad, usualmente dirigida contra una concepción poco clara sobre las personas, pero frecuentemente personificada en el tratamiento dado a personalidades de las redes sociales que brindan al movimiento un rostro y un enfoque.
En los EE.UU. las cosas son generalmente más grandes, y los reclamos por victimización son enriquecidos acorde a ello. Cuando Alex Jones, el teórico de la conspiración y extremista bona fide que recientemente logró un apoyo poco usual entre los conservadores más convencionales, sufrió el cierre de sus cuentas en varias plataformas de redes sociales, se especuló que se trataba de un ejemplo de una aparente campaña para silenciar toda inclinación hacia la derecha. El estigma de contar con un chiflado entre las filas parece importar menos si puede alegarse una persecución.
Esa persecución también se aplica a los medios de comunicación de forma más general, y a los ejemplos de su supuesta maleficencia. En los EE.UU. personas con programas de televisión en horario estelar son reprimidos si otros desaprueban el tono o el contenido de sus palabras. En Reino Unido se reclama contra el mismo tipo de opresión, pero frecuentemente en combinación con insinuaciones más terrenales de corrupción. El caso de Tommy Robinson — por supuesto no se trata de un fascista, sino de un hombre muy lejos de las restricciones propias de la corriente política central – ilustra cabalmente este punto.
Robinson ha tenido un accidentado recorrido. De líder de la Liga de Defensa Inglesa a exlíder que afirma haber visto la luz, Robinson es ahora una personalidad de las redes sociales con una creciente base de seguidores encandilados. Parte de su carisma es la sensación de victimización personal, algo que él afirma estar sufriendo porque desea proteger al pueblo británico – y que podría ocurrirle a cualquiera que quisiera intentar seguirle en su despertar ideológico.
Años atrás, cuando Robinson escribió el libro Enemigo del Estado, acerca de su aparente maltrato, que según sus palabras incluía atención especial e injusta de parte del sector público que no guardaba relación alguna con su campaña, una cantidad de personas mayor a su base de seguidores mostró su simpatía.
Su más reciente – aunque bien breve – paso por la prisión bajo la acusación de infringir restricciones para reportar una serie de juicios por violación, atrajo una simpatía calculada de radicales de extrema derecha alrededor del mundo, y preparó el escenario para una retórica verdaderamente demagógica acerca de un Reino Unido muerto salvo en nombre y un Tommy Robinson como representante del espíritu inquebrantable del país. Robinson fue puesto en libertad poco tiempo después de comenzar la campaña, con la corte de apelaciones criticando la forma con que se precipitó su procesamiento bajo una corte inferior. Ahora él se dirige a grandes multitudes, asistido por su propia operación mediática sofisticada, y se constituye en la pieza central de un plan propagandístico cuidadosamente preparado.
Pero detención injusta no es la única acusación que Robinson sostiene contra el poder establecido. Él no es, en sus propias palabras, ni malentendido ni estigmatizado, sino víctima de una trampa en marcha. Para demostrarlo, Robinson armó un largo “documental” sobre una sola entrevista que se esperaba condujese con el programa de televisión de la BBC Panorama.
En él, Robinson consigue que un aliado lleve un micrófono escondido durante una reunión en un bar con el periodista John Sweeney, y graba a Sweeney haciendo cómicas referencias a lo mucho que había bebido en el transcurso de esa noche, y los intentos de Sweeney por descubrir lo que una mujer, que él equivocadamente consideraba una fuente, tendría que decir sobre Robinson.
La propia entrevista se aproxima, y Robinson da vuelta la mesa, sometiendo a Sweeney a una presentación Powerpoint sobre sus descubrimientos aparentemente perjudiciales. Robinson acusa a Sweeney, quien está siguiendo las prácticas usuales para atraer y formar una fuente (si bien empleando medios más cándidos que otros), a través de la manipulación y el engaño. Magnifica unas pocas declaraciones imprudentes que Sweeney había realizado bajo la influencia del alcohol. Y exhibe un texto fraudulento – uno que Robinson había presentado ante las cámaras y que había conseguido de su aliado, la mujer que Sweeney intentó convertir en una fuente – colgando ante el periodista, como prueba de la capacidad de Sweeney de ser deshonesto.
Se trata de una astuta propaganda de parte de Robinson, y sus seguidores evidentemente la disfrutaron y encontraron válida. Pero no es más que una muestra de paranoia – real o imaginaria. Si bien el profesionalismo de Sweeney podría ser cuestionado razonablemente sobre la base de algunos de los cortes transmitidos, su honestidad fundamental no puede serlo. Y el hecho que Sweeney buscase información sobre Robinson, una figura controvertida – aun cuando trabajaba en combinación con ciertos grupos que monitorean a la extrema derecha, como Hope and Hate (Esperanza y Odio) – cae dentro del área de su trabajo.
La jugada de Robinson no constituye mayor evidencia de persecución que la suspensión de Jones, o las críticas en las redes sociales – sin importar cuan histriónicas sean – contra personalidades mediáticas de derecha. Pero el hecho que estos mitos sean perpetuados – y el éxito con que se logra – es significativo. Ello demuestra hasta qué punto la extrema derecha ha sido capaz de dar un nuevo enfoque a sus teorías de represión de la élite y de sustitución de nativos por extranjeros, con el auxilio de los gobiernos occidentales.
A medida que la realidad retorna tras un acto de maldad, ésta debiera también penetrar los alegatos artificiosos de persecución. La extrema derecha ni es tan poderosa como algunos de sus enemigos declarados y motivados afirman, ni perseguida como sus defensores acusan. Entre los extremos descansa un cálculo razonable de su fuerza, y – al menos en teoría – un camino para mitigar sus excesos.