Mark Narusov, escritor sobre política exterior especializado en Rusia y su papel en Medio Oriente
INTRODUCCIÓN
Mark Galeotti es un orador y un escritor cautivante. De manera concisa, clara e ingeniosa su libro más reciente, Necesitamos conversar sobre Putin: Cómo Occidente lo malinterpreta (We Need to Talk about Putin: How the West Gets Him Wrong), explica las complejidades del poder en Rusia y sus efectos para la política exterior. Lejos de ser un apologista a favor de Rusia o un alarmista histérico, presenta un análisis comprensivo, si bien breve, de por qué Rusia actúa de la manera que lo hace. Aunque el libro tiene sus defectos -algunos relevantes y otros no tanto- el argumento principal es contundente, basado en sus conversaciones con informantes bien ubicados dentro en las estructuras de poder de Rusia y una rigurosa investigación académica que comenzó dos décadas antes del 2014, año en que la anexión de Crimea hizo de Rusia un protagonista relevante en el espacio público y político como no lo había sido desde el fin de la Guerra Fría.
Ahora que Rusia continúa avanzando en sus intereses a nivel global, frecuentemente (y de forma intencionada) a costas de Occidente, resulta innecesario reiterar la importancia de comprender al presidente ruso Vladimir Putin y a sus asesores en política exterior. El libro de Galeotti proporciona una sólida base para entender adecuadamente a Putin y su política exterior en los diversos escenarios, ya sea Europa Oriental, Europa Occidental, Centroamérica o incluso Medio Oriente.
A mi juicio, el argumento principal de este trabajo radica en que, en lugar de un proceso claramente jerárquico y microgerencial, gran parte de la política exterior es producto de la adhocracia, es decir, acciones individuales de “empresarios políticos” que buscan congraciarse con el “Jefe”. Sus explicaciones acerca del funcionamiento del régimen ruso permiten explicar lo que esta adhocracia intenta lograr, lo que guía a sus agentes y por qué Putin plantea sus objetivos generales concretos.
Para comprender los presupuestos y la lógica detrás de esta tesis, es útil comenzar con la descripción de Galeotti sobre la estructura de la política interior de Rusia.
ESTRUCTURA INTERIOR
Rusia cuenta con una constitución liberal y ha mantenido en gran medida su marco institucional democrático desde 1993. Sin embargo, no sólo se ha despojado a las instituciones representativas de su poder, a la vez que se las ha abarrotado casi exclusivamente con leales seguidores de Putin o de la oposición controlada, sino que, como explica Galeotti, se ha desarrollado una completa jerarquía de poder que prácticamente ha venido a reemplazar a la otra casi democrática que existía. Esta estructura de poder está organizada conforme la confianza que Putin deposita sobre apparatchiks individuales, así como la cercanía de éstos con el denominado “Cuerpo Central”. Literalmente, tal como lo muestran los hechos, media docena de oficiales del FSO, la agencia de seguridad a cargo de resguardar a las figuras políticas más importantes, han sido designados gobernadores regionales. A la fecha, dos de ellos han renunciado.
Esta jerarquía informal está conformada por amigos de la infancia de Putin, antiguos colegas de la alcaldía de Anatoliy Sobchak en San Petersburgo, compañeros del club de judo, así como también seguidores más recientes. Omnipresente desde la llegada de Putin al poder en el año 2000, esta red se ha consolidado en los últimos años como una pirámide de poder primordial, coordinada por la Administración Presidencial, “la institución más poderosa de Rusia”.
Galeotti brinda un ejemplo reciente: en 2016, Igor Sechin, jefe de la compañía petrolera estatal Rosneft y compañero de Putin desde su época en San Petersburgo, tendió con éxito una trampa por corrupción al ministro de Desarrollo Económico, Alexey Ulyukayev, logrando que se le impusiera una sentencia de ocho años de prisión emitida en 2017. En palabras de Galeotti, la cúpula de una facción de la siloviki (agencia de seguridad) dentro de la élite orquestó la detención de un servidor público del más alto nivel con más de dos décadas de servicio por una “riña personal”. Para decirlo de otra manera: Rusia es un país donde un secuaz de Putin puede derribar por sí sólo a un ministro de Gobierno sin enfrentar represalias.
La circunvalación de cadenas de mando oficiales es aún más evidente en política exterior. El ministro de Relaciones Exteriores Sergey Lavrov, antiguamente “una leyenda en los círculos de la diplomacia”, ha sido degradado a la inagotable tarea de únicamente brindar a la política rusa justificaciones parcialmente defendibles y de alguna manera coherentes. Galeotti contrasta su influencia con la de Vladimir Surkov, oficialmente sólo un asesor personal del presidente. Pero en realidad, él es el gobernador de facto de los pequeños Estados de Luhansk y Donetsk del este de Ucrania, controlados por Rusia, así como también de Abjasia y Osetia del Sur, provincias del norte de Georgia. Galeotti resume esta disparidad en una de sus ingeniosas formulaciones que lo caracterizan, y que con gracia capturan la esencia de las cosas: “Lavrov ya no monta el elefante en el desfile, mucho menos ayuda a dirigirlo, sino que apenas marcha detrás de éste, pala en mano, limpiando la inmundicia que deja a su paso.”
ADHOCRACIA
Pese a admitir que el poder en Rusia gira en torno a un solo hombre, Galeotti emplea un tiempo considerable desmantelando una concepción equivocada muy común acerca de la política exterior rusa: que Putin sea un microgerente, un prodigio de “ajedrez tridimensional” como alguna vez lo llamó Hillary Clinton, que con maestría maneja sus peones, alfiles y torres para arrinconar cuidadosamente a su oponente.
De hecho, el manejo de la política exterior rusa es altamente descentralizado, dirigido por varios “empresarios políticos” quienes elaboran, cada uno por su cuenta, formas para ejecutar la dirección establecida por Putin para la política exterior rusa contra Occidente. Para describir este sistema, Galeotti utiliza el concepto preciso y útil de adhocracia, en este caso para denotar un sistema caracterizado por la importancia de las relaciones personales por encima de las cadenas de mando formales, y donde “el estatus y el poder son definidos por el servicio a las necesidades del Kremlin antes que por cualquier identidad institucional o social formal”. Conduciéndose por la necesidad de los subordinados por “actuar intuitivamente y complacer al jefe”, este esquema genera una campaña multifacética, descentralizada y sin embargo implacable de desestabilización de las democracias occidentales y un avance de los objetivos de la política exterior rusa más allá de sus fronteras, acciones impulsadas por protagonistas relativamente autónomos coordinados por la Administración Presidencial.
Uno de los ejemplos más emblemáticos fue el intento de golpe en Montenegro en 2016. El objetivo estratégico era evitar el ingreso de dicho país a la OTAN. Galeotti hace referencia a la inteligencia búlgara al describir la operación como un proyecto del “minigarca” Konstantin Malofeyev, un “fanático ortodoxo y ultranacionalista”. Se trataba de una misión de gran importancia geopolítica, por lo que debía contar con la aprobación del Kremlin, que en efecto obtuvo. Puede decirse que constituye la arquetípica operación de política exterior rusa. Fue concebida por un particular, apoyada por el sistema de seguridad oficial, y cínicamente negada por el Estado. Algunos agentes de la adhocracia son incentivados por la estructura política rusa o por contratos económicos lucrativos, mientras otros, como Malofeyev, son genuinos discípulos unidos por su espíritu contra Occidente.
Las ventajas de este modelo para diseñar políticas son muchas: al interior, puede negarse fácilmente, de manera que los fracasos se esconden mientras se hace alarde de los éxitos. Otra ventaja es que brinda espacio para maniobrar a los objetivos exteriores de las medidas activas rusas, permitiéndoles eludir represalias para salvar las apariencias. Esto hace de estos “empresarios políticos” un útil instrumento para sondear la firmeza del compromiso de Occidente. Sin embargo, las desventajas son igualmente importantes.
A manera de ejemplo basta un caso ilustrativo: Ramzan Kadyrov, el dictador islamista que gobierna la región de facto autónoma y altamente subsidiada de Chechenia hacia la frontera sudoccidental de Rusia. Por el bien de la integridad territorial de Rusia, Putin permitió a Kadyrov someterse tan sólo parcialmente al ordenamiento político y jurídico del país, y ha tolerado la imposición de un régimen cuasi-totalitario. Liderado por rebeldes islámicos en la década de 1990, la provincia ha intentado sesionarse de Rusia en dos ocasiones, provocando una guerra en 1994 y otra en 1999. Fue la necesidad de mantener la región dentro de los límites de Rusia lo que llevó a Putin a alcanzar un acuerdo tácito con Kadyrov: estabilidad a cambio de dinero y autonomía.
He aquí el caso de un agente de la adhocracia sobrepasando groseramente sus prerrogativas. Tras el asesinato en año 2015 de Boris Nemtsov, la más importante figura de oposición en Rusia, la solidez del poder de Kadyrov ya no se daba más por sentado. Si bien se especulaba incesantemente que era el verdadero culpable por el asesinato, la verdad es que Putin estaba absolutamente “furioso” tras lo ocurrido. Putin otorga gran importancia a la diferenciación entre enemigos y traidores, y Nemtsov no era un traidor. El presidente ruso es un dictador, pero no existen pruebas que sea algo parecido a un sádico como Kadyrov, y definitivamente no considera la represión como un objetivo en sí mismo. No existe certeza que haya sido el líder checheno quien haya ordenado el homicidio, como tampoco que haya obedecido a motivos islamistas o rencores personales, ni tampoco para castigar a Nemtsov por su firme defensa de los valores de libertad de expresión tras la masacre contra Charlie Hebdo y/o para vengarse por sus comentarios desfavorables sobre Chechenia una década antes. En una forma de negación rusa por excelencia, Kadyrov consiguió presentar el homicidio como una operación de “falsa bandera” de los servicios de inteligencia occidentales para desestabilizar Rusia, y calificar a uno de los asesinos de Nemtsov como un “auténtico patriota”.
Tal como lo explica Galeotti, las opciones para Putin en el caso Nemtsov eran complicadas -admitir la pérdida del monopolio de la violencia en su propia capital o arriesgarse a un tercer conflicto con Chechenia. Mientras Putin evaluaba el camino a tomar, Kadyrov lo bombardeaba con halagos en su página de Instagram, una cuenta que es en sí misma un fascinante objeto de estudio. El conflicto aparentemente se resolvió tras el compromiso de Kadyrov de enviar algunas fuerzas de seguridad a Siria para servir como policía militar, una penitencia por haberse extralimitado en las facultades a él conferidas por el poder central.
El modelo de adhocracia tiene también otras limitaciones. El uso de oligarcas rusos expone al aparato de política exterior a represalias en forma de sanciones, dado que su lujoso estilo de vida depende de la posibilidad de acceder a Occidente. Galeotti lo plantea con precisión: “[Los compañeros] están contentos de ver a Crimea de vuelta en el rebaño, pero refieren tomar sus vacaciones en el Cabo de Antibes”. Esto posiblemente nunca llegue a ser suficiente para provocar un golpe de Estado, pero bien puede ser suficiente para aplacar la tentación de expresarse mediante nuevas formas que apunten a desestabilizar las democracias occidentales. Fuera de eso, el que la élite política aplaque a la oligarquía resulta también en un regalo para la oposición, y el saqueo del país por parte de los secuaces de Putin continúa siendo quizá la más poderosa motivación para movilizar protestas. Contrario a otras acusaciones, ésta no puede ser eludida tan fácilmente. El Estado ruso intenta torpemente negarlo o ignorarlo, y con frecuencia incluso lucha contra los acusadores. Literalmente.
IDEOLOGÍA
Toda vez que el libro de Galeotti trata principalmente sobre Putin como individuo, hace muchos esfuerzos por corregir concepciones equivocadas sobre los antecedentes ideológicos del presidente. Ya que Rusia es una autocracia altamente personalizada, estos malentendidos provocan efectos perjudiciales en la política exterior de Occidente.
Empezando con uno de los errores analíticos más comunes, tómese en cuenta la declaración de Putin de 2005, en la que manifestó que la desintegración de la Unión Soviética constituye “la más grande catástrofe geopolítica del siglo [XX]”. Sin un contexto adecuado, es fácil malinterpretar esta declaración, conduciendo a la impresión que: 1) Putin fue y es un comunista recalcitrante; y 2) que hasta la fecha no ha ocupado los países actualmente independientes que conformaron el Imperio Soviético únicamente por falta de recursos y la oposición de Occidente. Sin embargo, como hace notar Galeotti, ese mismo año Putin declaró que “quienes lamentan [la caída de la URSS] no tienen cerebro”.
De hecho, una de esas impresiones es sólo parcialmente cierta. Es un hecho que el Kremlin reclama el derecho a una esfera de influencia que se extienda más allá de sus límites occidentales y meridionales. Pero tal como lo explica Galeotti, ocupar y reincorporar estos “cinco países inestables y corruptos de Asia Central” a territorio ruso es en verdad intrascendente. Putin se contenta con dejarlos ser -incluso a las democracias, como Armenia- mientras no faciliten significativamente la expansión de la influencia estadounidense en la región.
Por otro lado, la insinuación que Putin habría sido o sería un comunista verdadero es errónea. Es verdad que se enlistó voluntariamente en la KGB y, como recuerda Galeotti, incluso eligió su programa universitario para maximizar sus probabilidades de ser admitido. Pero su fervor con el que avanzó hacia su meta de servir a la inteligencia soviética sugiere una motivación por defender a su país más una convicción ideológica. Desde su niñez, fue un estadista consistente y comprometido, un creyente en una Rusia fuerte, gobernada por una élite lúcida y consciente del detrimento que la debilidad interior y exterior provoca en la estabilidad del país y su posición en el mundo, respectivamente. La fundación ideológica de la Madre Patria simplemente no era un factor determinante.
Durante el tiempo que estuvo en Dresde (Alemania) la URSS y sus Estados satélite cambiaban rápida y radicalmente. En 1985, Mikhail Gorbachev se convirtió en líder de la URSS y un año más tarde ponía en marcha el programa Glasnost, reformas liberales y medidas que apuntaban a la reforma y solidificación del régimen soviético. Los compatriotas de Putin pasaron esos años descubriendo la sangrienta historia del régimen, tanto dentro del país como en el extranjero, comprendiendo el alto costo humano de orden y seguridad. Galeotti demuestra que Putin vio el otro lado de este periodo: la dolorosa caída de un enorme imperio y la traición de sus defensores más comprometidos.
En diciembre de 1989, la oficina de la Stasi (prácticamente una extensión de la KGB) en Dresde donde Putin estaba destinado, fue rodeada por una enfurecida turba antisoviética. Todo indicaba que irrumpirían en el edificio y pondrían en peligro la vida del personal. Cuando Putin solicitó auxilio a una base militar soviética cercana, recibió un mensaje contundente: “Moscú no se pronuncia”, y ellos no podían intervenir sin la autorización de la capital. “Nadie movió un dedo para protegernos,” se lamentó una década más tarde. Es probable que éste haya sido el momento en que se solidificó la concepción de Putin sobre la política, como una dicotomía entre el Estado débil y el fuerte. Fue la inestabilidad e inseguridad alrededor de Rusia, provocada por la fragmentación de la Unión Soviética, lo que él designó como “la más grande catástrofe geopolítica” del Siglo XX, no así la desintegración del Estado comunista más poderoso.
Putin pasó incluso a servir bajo el alcalde liberal y democrático de San Petersburgo, Anatoliy Sobchak, y más tarde escaló a nivel nacional bajo el menos liberal y mucho menos democrático presidente Boris Yeltsin. Putin reconoció que la Unión Soviética colapsó esencialmente debido a su sistema económico masivamente ineficiente, y que éste debía ser reemplazado. Pero, al igual que muchos rusos comunes y corrientes, pronto se dio cuenta que el liberalismo con un Estado débil tampoco funcionaba: fue testigo de los shocks económicos, del poder que la nueva oligarquía compraba en el parlamento, el alcance del crimen organizado, y dos guerras brutales contra los separatistas chechenos. La solución propuesta por Putin fue un proyecto de consolidación del Estado, que dio paso a la imposición del autoritarismo durante la década de 2010 para complacencia general de la población rusa.
Es comprensible que alguien se vea tentado a buscar un único libro escrito por Putin o por alguno de sus asesores, que teorice de manera global y sincera todos sus puntos de vista, como el Gobierno Islámico de Ayatollah Khomeini, o el Libro Verde del Coronel Gaddafi. La verdad es que un libro semejante no existe y no puede existir, tal como se desarrollará más adelante. Esto no ha impedido que miembros de los más variados, diferentes y contradictorios sectores políticos intenten apropiarse de Putin, acercándole a su propia concepción del mundo, muy parecido a una “mancha de tinta de Rorschach”. Como Galeotti lo expresa con precisión, “lo que nosotros vemos en ella dice mucho más acerca de lo que ocurre en nuestras mentes, que lo que realmente se encuentra sobre el papel.”
Para la extrema derecha europea y estadounidense, Putin es un tradicionalista, un cristiano antiglobalización, cuya imagen sería el resultado de una campaña de mensajería concertada, precisamente para proyectarla hacia el exterior. Esta opinión inexplicablemente ganó terreno pese a que Putin permitió a un ferviente islamista gobernar una región e intimidar a los moscovitas, llegando a declarar que el cristianismo ortodoxo era más cercano al islam que al catolicismo.
Para otros, Putin es un seguidor consistente de Aleksandr Dugin, un ruso excéntrico que teorizó sobre el “eurasianismo”, desplegando completamente su delicadeza filosófica en un llamado al “genocidio” de ucranianos. Dugin fue adecuadamente marginado luego que se alcanzara un punto muerto en Ucrania Oriental, cuya caída es recapitulada por Galeotti en el capítulo 5.
Para otros, Putin lucha contra los oligarcas de la década de 1990, cuando en realidad él simplemente sometió a los oligarcas para que administrasen por él los recursos del país, utilizando al magnate liberal Mikhail Khodorkovsky para servir de ejemplo en 2005.
Putin tampoco es un comunista en busca de reunificar la URSS, y por supuesto no es un monarquista. Por el contrario, aprecia el marco democrático vacío que ha sabido distorsionar hasta conseguir un autoritarismo.
Incluso la etiqueta de Galeotti de “nacionalista primordial” resulta demasiado reduccionista; no llega a explicar la firme defensa de Putin a favor del uso oficial de rossiyskiy (ciudadano ruso) por encima de russkiy (ruso étnico), a manera de ejemplo. Como tampoco explica la supresión de Putin de todo llamado a subrayar la importancia de la etnia y cultura rusas dentro del marco del Estado. Y contrasta abiertamente con la insistencia de Putin en cuanto a que el establecimiento de un Estado ruso con una etnia única sería poco menos que “el atajo hacia la destrucción del pueblo y el Estado rusos”.
Alexei Venediktov, el editor en jefe de la estación de radio independiente Echo Moskvy, ayudó a corregir esta concepción equivocada muy común: Putin es un imperialista más que un nacionalista. Es decir, que él cree en un marco imperial antes que en uno nacionalista, con ambiciones que sobrepasan la simple seguridad del país, sin importar cuan ampliamente sea ésta definida.
El único concepto que el “putinismo” podría ayudar a clarificar en relación con la estructura política e ideológica rusa es el de “estatismo”. La única constante en el pensamiento oficial de la Rusia de Putin es esa adoración al Estado fuerte. Eso se evidencia en la versión de la historia del país aprobada por el Estado, una combinación extrema que desemboca en la narrativa de cómo el Estado débil trajo miseria y cómo el Estado fuerte trajo gloria y prosperidad. Según recuerda Galeotti acerca de sus impresiones sobre una exposición histórica, “todo gira en torno a hombres fuertes (y algunas pocas mujeres) tomando decisiones difíciles y dando forma al mundo, sin importar si vestían la estrella carmesí o los colores del zar”. Ser un comunista y un monarquista a la vez podría parecer incomprensible en Occidente, pero en Rusia es bastante simple. He aquí una fotografía mostrando al líder de la Iglesia Ortodoxa Rusa, el Patriarca Kirill, otorgando la orden “gloria y honor” nada más y nada menos que a Gennadiy Zyuganov, líder del Partido Comunista Ruso.
Los pensadores que rodean a Putin no ejercen influencia, sino que son más bien intérpretes religiosos que intentan adivinar las directrices oficiales, proporcionarles una base teórica y luego explicarla a la audiencia local e internacional.
Apartándose del argumento de Galeotti, el “putinismo” bien podría ser adecuado para conceptualizar la visión de Putin acerca del orden mundial. Forma una teoría relativamente coherente y consistente que describe al sistema internacional como una hegemonía unipolar con “vasallos” sumisos. Dentro de este marco, la solución para mitigar la inestabilidad en Europa Oriental y Medio Oriente provocada por los EE.UU. es la creación de un orden mundial multipolar, oligopólico, una Yalta 2.0. Al igual que el orden original de Yalta, que delineó Europa entre Estados aliados a los soviéticos y Estados aliados a los estadounidenses después de la Segunda Guerra Mundial, ésta formalizaría esferas de influencia y de no interferencia claras. Al igual que la Yalta original, ésta sería creada tras un esfuerzo unificado para derrotar un enemigo común. Así lo manifestó Putin en su discurso dirigido a la Asamblea General de las Naciones Unidas (AGNU) en 2015. Empezó destacando el legado de la conferencia de Yalta, y prosiguió alentando una alianza contra el Estado Islámico (EI) sobre la base del modelo de la coalición contra Hitler que “uniría una vasta gama de fuerzas” contra un enemigo común.
Más que una nueva justificación para la propia expansión de Rusia, este proyecto encuentra sus raíces en el tosco y desapasionado discurso de Putin en Múnich en 2007, un auténtico manifiesto contra un orden mundial liderado por los EE.UU. Éste formalizó la secesión de Rusia de un orden mundial unipolar, que por entonces todavía no había experimentado los efectos de las consecuencias de largo plazo de la Guerra de Iraq y sus efectos al interior del país. Putin argumentó que el modelo contemporáneo del sistema internacional era “defectuoso debido a que descansaba sobre una base en la que no existe ni podría existir una fundamentación moral para la civilización moderna”. De hecho, podría decirse que esta concepción del orden mundial encuentra sus raíces en 1995, cuando el presidente Yeltsin emitió el decreto estratégico que esencialmente objetaba el modelo estadounidense de “pluralismo geopolítico” (Brzezinski) en la región de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), comúnmente llamada espacio postsoviético, favoreciendo un acuerdo más exclusivo.
EN LO QUE GALEOTTI SE EQUIVOCA
Uno de los puntos más debatibles de Galeotti es su argumento que Vladimir Putin difícilmente tendría “un objetivo final real”. No cabe duda que Galeotti acierta al afirmar que las emociones básicas juegan un papel importante al orientar el comportamiento de Putin, ya que sus efectos no pueden ser aminorados por asesores que “compiten todos ellos por decir a Putin lo que ellos creen que él quiere oír, adular sus prejuicios y asegurarle que todo marcha bien”. Aun así, el discurso ante la AGNU en 2015 indica que Rusia no es meramente un actor reactivo, sino que más bien busca proactivamente insertarse donde no llega la influencia estadounidense. Para resumirlo en una sola frase, Putin busca que Rusia se convierta en una gran potencia y sea reconocida como tal, esto es, tener voz en todos los asuntos mundiales. Una vez más, contra la opinión de Galeotti, no se trata de un “castillo en el aire”.
Es verdad que mucho del análisis realizado sobre Rusia luego de su interferencia en las elecciones estadounidenses en 2016 ha sido poco menos que histérico, convirtiendo al Kremlin en un chivo expiatorio por el Brexit, el auge del populismo y otros sucesos endógenos. El Kremlin querría que todo eso fuese verdad, pero lo cierto es que las grandes ambiciones de Rusia no siempre se traducen en grandes logros. Al mismo tiempo, es igualmente cierto que no pocos estados querrían contar con el poderío militar y el implacable apoyo diplomático ruso de su lado, ambos puestos a prueba con el apuntalamiento del Kremlin al régimen de Bashar al-Assad en Siria.
Un ejemplo representativo es Israel. Consistentemente buscó aplacar al Kremlin respecto a Siria, incluso con la esperanza de que llegase a moderar la influencia iraní en el área, un verdadero “castillo en el aire” si alguna vez existió uno. Más sorprendente aún es su disposición por enfrascarse en entendimientos con Putin que éste con seguridad acabará rompiendo.
Un ejemplo similar es Turquía, cuyo errático presidente Erdogan considera ahora más útil alinearse con Rusia a costa de su afiliación con la OTAN, un paso impensable incluso a comienzos de esta década.
Existe otro argumento importante desarrollado por Galeotti que puede ser cuestionado. Se trata de su insistencia en que Putin es fundamentalmente “cauto y adverso al riesgo”. En efecto, él “concluyó, no sin bases fundadas, que los países occidentales, especialmente la mayoría de los europeos, se ven profundamente incómodos ante una confrontación”, y se las ha arreglado para explotar aquello arrancando la influencia occidental en algunas zonas y reprimiéndola en otras. Galeotti acierta en cuanto a que los asesores no necesariamente avalan la precaución ni ofrecen evidencia que podría alentarla. Y no existe razón para objetar su análisis en cuanto a que Putin creía que la anexión de Crimea habría sido una operación segura, que no anticipó la imposición de sanciones.
Incluso concediendo todos estos puntos, otras acciones del Kremlin no apoyan precisamente la supuesta aversión de Putin al riesgo. Es difícil imaginar que los siloviki pudiesen haber convencido al presidente que el hecho de interferir con las elecciones presidenciales estadounidenses quedaría impune, o incluso que podrían haber tenido éxito. ¿La guerra en 2008 contra un candidato a ser parte de la OTAN? ¿El intento de golpe de Estado en 2016 en otro país? Estas son acciones osadas, y la falta de consecuencias para ellas no podía haber sido considerada como resultado aceptable. Sucede simplemente que Putin sabe “farolear”, y hasta la fecha nadie se ha atrevido a desafiarlo. La Rusia de Putin es una protagonista que de manera consistente y temeraria ha peleado fuera de su peso, y en consecuencia es -por necesidad- altamente tolerante al riesgo y está lista para la confrontación. Después de todo, hasta ahora no ha necesitado retractarse perceptiblemente en ningún asunto, ni siquiera al enfrentar las crecientes presiones.
Existen otros errores, aunque mucho menos relevantes. Por ejemplo, Yuriy Andropov difícilmente podría ser llamado un estadista que “demostró una resistencia a aceptar la propaganda sin cuestionamientos y a quedarse satisfecho con las mentiras reconfortantes que los subordinados entregaban a sus superiores”, considerando que fue él quien, como jefe de la KGB, fraguó inteligencia para iniciar la intervención en Afganistán. Lejos de buscar “modernizar la máquina asesina [estalinista]”, él de hecho perpetuó y solidificó el prisma distorsionador a través del cual los líderes rusos veían el mundo exterior.
Otro punto que fue pasado por alto es igualmente de poca importancia. Al discutir sobre uno de los filósofos frecuentemente citados por Putin, Galeotti escribe que “la caracterización de Ilyin como ‘fascista’ es cuestionable”, una posición difícil de defender si se toma en cuenta los aduladores ensayos de Ilyin sobre Mussolini y su atractivo para “mis hermanos blancos, los fascistas” para instaurar un régimen equivalente en Rusia encabezada por un “dictador nacional”.
Pero estas fallas, y algunas otras menores aún, no interfieren con los argumentos clave en el trabajo de Galeotti.
CONCLUSIONES
Pese a lo banal que puede sonar el dicho, la Rusia de Putin está precisamente “aquí para quedarse”. Los miembros del “gabinete de cocina” del presidente son conscientes que su riqueza y seguridad dependen del reinado de un sólo hombre, y se las han arreglado para transformarlo de un presidente relativamente reacio en un arrojado autócrata natural que cree que es su liderazgo lo que ha conducido a Rusia lejos de la desintegración y del sometimiento a los intereses de Occidente. No eran lágrimas falsas las que asomaban en sus ojos cuando vio la multitud que se había reunido para festejar su reelección. Él se hallaba genuina y profundamente conmovido por el apoyo de una población sometida a un lavado de cerebro y un adoctrinamiento minucioso. La solidez de las paredes de su cámara sonora sólo asegura que se aferrará firmemente al trono, absorbido como está por su propia propaganda que aclama al presidente como la encarnación misma de la nación.
En palabras simples, el libro de Galeotti, para bien o para mal, se mantendrá relevante por algún tiempo. Su estilo directo, no académico, le hacen un texto perfecto para iniciarse en el estudio de la política rusa, tanto interior como exterior.
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