James Robins, autor de una obra sobre la historia del genocidio armenio de próximo lanzamiento
El Senado de los Estados Unidos votó de forma unánime en diciembre para ratificar el voto realizado en octubre por la Cámara de Representantes, que oficialmente reconoció el genocidio armenio, lo que representó un hecho memorable. Desde 1965, el quincuagésimo aniversario del exterminio de los armenios de Anatolia, al derrotar al Imperio Otomano en el marco de la Primera Guerra Mundial, los armenios han llevado sus protestas -sus heridas abiertas- a los parlamentos del mundo, insistiendo en que debe hacerse justicia. Mientras naciones como Argentina, Canadá, Líbano, Alemania y Rusia ratifican la existencia del genocidio, y otras como Francia y Grecia sancionan su negación, los intentos de aprobar mociones a través de los órganos superiores de los Estados Unidos siempre fracasaron.
De hecho, las instituciones estadounidenses se han constituido en el principal campo de batalla para el reconocimiento del genocidio armenio. En 1965, los gobernadores de Maine y Massachusetts fueron los primeros en reconocer el genocidio, seguidos de otros 47 a lo largo de los años. Pero las mociones y resoluciones que enfocaban un voto pleno en la Cámara siempre habían sido rápidamente suprimidas (en 1984, 1989, 1990, 1995, 2000 y 2010), generalmente después de la intensa presión, incluyendo amenazas y extorsiones diplomáticas, del Gobierno turco.
Muchos armenios, principalmente los que estaban en la diáspora, consideran que el reconocimiento es -en primer lugar- un acto de sanación, un bálsamo vital y necesario para las heridas y el trauma de ese periodo. En segundo lugar, es la principal estrategia para combatir el negacionismo turco, una política de repudio que insiste -en su sentido más formal- que mientras los armenios sufrieron durante las horas del colapso del Imperio Otomano, el maltrato no fue sistemático o deliberado. En su forma más extrema, curiosamente coexistiendo a veces junto a la negación de que los armenios fueron voluntariamente masacrados por el Estado, existe un relato según la cual los armenios otomanos merecían ser exterminados por colaborar con enemigos extranjeros durante el periodo de guerra.
Puesto que los armenios primero adoptaron esta estrategia para buscar el reconocimiento del genocidio, el carácter de la respuesta turca cambió un poco. Aunque el tono y tácticas de sus políticas se han transformado y doblegado al carácter de la época, es poco lo que ha cambiado en lo fundamental. La diáspora armenia debe abandonar esto, incluso cuando ha alcanzado su mayor victoria aun cuestionando sus metas. Después de décadas de eficaces mociones en años de esfuerzo y angustia, es poco lo que han logrado si su verdadero objetivo es cambiar la mentalidad de los ciudadanos turcos.
Negacionismo del genocidio: Antes y ahora
En sentido amplio, el negacionismo turco ha pasado por una serie de fases.
Una fase de silencio tuvo lugar durante el periodo autoritario formativo, luego de la Guerra de Independencia, que en sí fue testigo de “operaciones de depuración” adicionales generalizadas de los no-musulmanes de Anatolia. Bajo la dirección de Mustafá Kemal, el genocidio no se mencionó, ni tan siquiera fue aludido. Libros extranjeros, importados al país, que se atrevieron a sondear el tema fueron rigurosamente censurados. Solo una vez, durante la década de 1930, el Estado turco no actuó de esta forma, sino que presionó directamente al Departamento de Estado de los EE.UU. para que elimine la adaptación al cine -por parte de la MGM- de la épica novela romántica de Franz Werfel titulada The Forty Days of Musa Dagh (“Los cuarenta días de Musa Dagh”).
No fue hasta la década de 1970, después del quincuagésimo aniversario -marcado por violentas protestas en Ereván en contra de sus jefes supremos soviéticos y del posterior inicio de una campaña de terror con sangrientos tiroteos y bombardeos dirigidos por nacionalistas radicales armenios en contra de diplomáticos e instituciones turcas- que el Estado turco comenzó a modificar su enfoque para formular una narrativa oficial alternativa.
Como la analista política Jennifer Dixon demostró, en 1980 la junta militar al mando de Kenan Evren (específicamente el Departamento de Inteligencia del Consejo de Seguridad Nacional) respondió a la campaña de terror formulando, imponiendo y difundiendo una forma coherente de negación. Se alentó a diplomáticos turcos retirados a que examinen minuciosamente material de archivo y trabajos publicados (preseleccionados y preaprobados) que objetaban la “narrativa armenia.” Estos libros brindaron un matiz de seriedad académica y autoridad para la política gubernamental, y además influyeron en la edición de los nuevos libros de texto para los estudiantes de secundaria y educación superior. Es así como el número de “historias” oficiales y semioficiales creció abruptamente: de solo un libro publicado sobre el tema entre 1976 y 1980, a veintiuno entre 1981 y 1985.
Al “abrir” los archivos, el régimen podía argüir que estaba dando pasos positivos en busca de la “verdad”, pese a que el Ministro de Relaciones Exteriores de entonces, Mesut Yilmaz, explícitamente afirmó que su meta era “principalmente lograr que los argumentos sobre el genocidio armenio resulten ineficientes.”
A partir de ello, en lugar de limitarse a tolerar las convocatorias al reconocimiento con un hermético silencio, la junta militar y los gobiernos civiles posteriores comenzaron a contraatacar con formas más rigurosas de cumplimiento de la negación, amenazas de sanción diplomática e incluso advertencias en contra de la vida de extranjeros en Turquía. En el año 2000, por ejemplo, cuando una moción de reconocimiento se dirigía a la Cámara de Representantes de los EE.UU., Ankara envió una delegación de miembros de la Asamblea Nacional a Washington, advirtiendo que se anularían lucrativos contratos de defensa, y que las bases aéreas turcas serían cerradas a los bombarderos estadounidenses. El voto de la Cámara fue finalmente eliminado cuando el Departamento de Estado afirmó que Turquía “no podría garantizar la seguridad de los ciudadanos estadounidenses […] a la luz de una inesperada violencia.”
Activismo para el reconocimiento del genocidio en Turquía
Era este contexto de inflexible negación y represalia extrema lo que el intelectual turco-armenio Hrant Dink pretendía cambiar. Como un audaz y persistente editor del semanario trilingüe Agos, y como destacado analista en prensa escrita y televisión, Dink insistía en que la estrategia de la diáspora de actuar como grupo de presión por las mociones de reconocimiento era inútil si no se hacía hincapié en la construcción democrática en Turquía. “El tema fundamental,” señalaba Dink, “es que la sociedad en Turquía se sensibilice en torno a la realidad histórica. Y esto solo será posible por medio del desarrollo de la lucha por la democracia en Turquía.”
Dink argumentaba que en la sociedad turca imperaba un amplio y profundo temor a los armenios, un vestigio de la paranoia y mentalidad de asedio del Comité de Unión y Progreso (CUP) y los periodos kemalistas. La paranoia y el temor a los armenios, escribió Dink en Two Close Peoples, Two Distant Neighbours (“Dos pueblos cercanos, dos vecinos distantes”), era una “pieza fundamental en la construcción de la identidad nacional turca. Eliminada esta, ese odio al otro y la identidad podrían desplomarse.” Hasta ahora Ermeni, en turco, se destaca como un estigma común.
Lo que la diáspora de los armenios hacía cada vez que se ejercía presión y se archivaba cada nueva moción de reconocimiento, era reafirmar ese temor turco según el cual los armenios -en su conjunto- se oponían implacablemente a la existencia de Turquía, que pronto demandarían reparaciones monetarias, que un día regresarían a demandar el territorio de Anatolia Oriental (a veces denominada Armenia Occidental), o producirían otra espiral de terror.
La posición que tenía Dink lo hizo impopular entre gran parte de la diáspora armenia, pese al hecho de que, como armenio de habla turca en Estambul -uno de los pocos armenios que aún permanecía en su territorio de nacimiento- estaba más estrechamente vinculado con la sociedad, y podía observar sus tensiones y contradicciones. “Cuando uno intenta explicar [el reconocimiento] en sociedades donde la información no es libre, aparece la paradoja real de su propia voluntad,” argumentaba.
En sociedades donde el derecho a saber no puede ser lo suficientemente ejercido, si el pueblo habla o argumenta solo por la información a la que tiene acceso, ¿cómo se puede calificar esto como delito? Habiéndolo definido como delito, ¿habría alguien podido confesar al autor que está de su lado en la lucha en contra del genocidio? Si el sujeto solo conoce eso, y actúa de acuerdo a la mentalidad que se ha formado a partir de esa información, ¿qué tipo de cambio provocará la ley en su mentalidad? … Al fin y al cabo, no es que la sociedad turca conozca la verdad y persista en negarla, sino que defiende lo que conoce como verdad.
El momento de fama y notoriedad de Hrant Dink coincidió con un destello de optimismo para los demócratas turcos, en los años en los cuales Turquía se embarcó en el proceso de adhesión a la Unión Europea. Aun cuando un grupo de revulsivos continuaban con sus ataques e incluso mientras el Ministerio de Justicia era presionado para iniciar procesos judiciales por “denigrar la identidad turca” en contra de respetados escritores como Orhan Pamuk, Elif Şafak y Murat Belge -bajo el célebre Artículo 301 del Código Penal turco- la opinión se hacía más generalizada.
En septiembre de 2005, una conferencia sobre los “Armenios Otomanos durante la era de declive imperial”, ofrecida en la Universidad de Bilgi en Estambul, demostró que los académicos turcos y sus colegas extranjeros podían debatir acerca de la historia del genocidio seria y sinceramente, y que el creciente progreso era posible. Ello aun cuando tales académicos tuvieron que llevar a cabo el debate detrás de cercos de acero colocados por la policía de Estambul para protegerlos del lanzamiento de huevos por parte de los nacionalistas.
Dos años más tarde, en 2007, Hrant Dink fue asesinado en la entrada de Agos. Su asesinato fue un catalizador: un sentimiento de desconsuelo, especialmente en Estambul, y un repentino acto de remordimiento de los intelectuales de la diáspora que anteriormente se burlaban de él. La muerte de Dink coincidió, asimismo, con el final de la liberalización de Turquía.
El contexto actual
El largo proceso de charlas y reuniones cumbre entre Turquía y la República de Armenia entre 2007 y 2009 sobre el complicado tema de su frontera compartida y las relaciones diplomáticas normalizadas, se rompió en el último momento. El Gobierno armenio estaba preparado para abandonar el problema del genocidio -al precio de asegurar una existencia pacífica- hasta que los funcionarios turcos redoblaron su apoyo a Azerbaiyán en su diáspora en torno al territorio de Nagorno-Karabaj.
La Unión Europea condujo a la República Turca para que realice más y más concesiones, aun cuando abandonó la esperanza de consentimiento turco, hasta que finalmente Ankara se dio por vencida, reduciendo así la presión para democratizar sus instituciones. Como resultado de ello, la posición turca sobre el genocidio armenio, que se había ablandado a mediados de la década de 2000, volvió a crecer firmemente una vez más.
Se puede observar un contraste en las afirmaciones del presidente Recep Tayyip Erdoğan en el curso de dos años: en 2014 habló de “dolor compartido” y “del deber hacia la humanidad de […] recordar el sufrimiento vivido” durante la Primera Guerra Mundial. En 2016, después del reconocimiento alemán del genocidio, Erdoğan insistió en que la posición de su Gobierno “sobre el tema armenio estuvo clara desde el principio. Nunca aceptaremos las acusaciones de genocidio.”
Es ahí donde se mantiene la política turca, con la postura del Gobierno aún más renuente e impermeable que antes, y con las esperanzas de un renacimiento de la democracia turca que cada día se ve más difícil. Después de la votación de la Cámara de Representantes de EE.UU. en octubre, el Ministro de Relaciones Exteriores, Mevlüt Çavuşoğlu, describió su aprobación como un forma de “venganza”, “una decisión vergonzosa” por quienes “explotan la historia,” una decisión “sin fuerza ni legalidad para nuestro Gobierno y nuestro pueblo.”
A la luz de ello, la advertencia de Hrant Dink a la diáspora armenia de hace más de diez años debería ser reconsiderada. “El verdadero éxito solo puede lograrse,” sostenía, “no con decisiones judiciales o leyes restrictivas, sino con el establecimiento de ámbitos de debate que generen un cambio en la mentalidad […] la negación, o reconocimiento sin entendimiento no beneficiará a nadie.”