Nima Khorrami
A medida que el conflicto sirio se desvanece y más de los llamados repatriados –los que se unieron a Estado Islámico (ISIS) y otros grupos terroristas– emprenden un viaje de retorno a sus países de origen en Europa, dejando de lado si serán o no recibidos, ha llegado el momento de hacer un balance crítico de los discursos dominantes y estrategias para combatir la radicalización, los cuales han definido el campo y la vida social a lo largo de la última década en Europa. Este es el caso especialmente porque las amenazas de radicalización y extremismo violento están ahí para quedarse, y bien podrían trepar a alturas peligrosas a medida que prosigue la dinámica de radicalización recíproca, en la cual la extrema derecha y los movimientos antimigratorios y partidos políticas de la Unión Europea utilizan a los yihadistas como combustible, alimentando las ansiedades que provocan.
Dos importantes discursos han venido a definir la planificación y discusiones en contra del terrorismo en Europa, aunque la intensidad con la que han debatido varía de un país a otro. Uno se refiere a la radicalización tras la guerra contra el terrorismo, encabezada por EE.UU. y el posterior surgimiento de terroristas en el país; y el segundo a la importancia de la cohesión social e identidad nacional común para evitar atentados terroristas en suelo propio. El primero ha sido justificado principalmente por medio de un discurso de seguridad nacional y por tanto se enfocó en el papel de la educación; en tanto que el último ha sido combatido en el escenario público y por tanto ha girado en torno a tópicos de inmigración e integración, cargados emocionalmente, que han sido contaminados con una pesada dosis de populismo.
Últimamente, en toda Europa, los inmigrantes y sus prácticas culturo religiosas están dirigidas a una causa para la erosión de la cohesión nacional y resiliencia social al punto de que un creciente número de activistas políticos y de políticos, ya sea intencionalmente o no, han comenzado a problematizar el concepto de migración. Esto es preocupante porque Europa ha construido una economía que requiere migración y razón de ser, donde la diversidad es un valor arraigado –y ciertamente se considera una fortaleza con relación a la uniformidad. Las mega ciudades globales, lugares como Londres y Nueva York, son magnetos para el talento y pese a todas sus diferencias comparten un rasgo común: una política migratoria liberal.
Lo que debe problematizarse más bien, son los propios discursos gubernamentales a la hora de vender sus políticas de migración al público y, lo que es más importante, que los países anfitriones no hayan logrado asegurar una integración sin tropiezos de las primeras generaciones gracias a su enfoque mal informado de la segunda. Reclasificar los discursos gubernamentales es lo más aconsejable, si los gobiernos europeos comienzan a promover un discurso honesto en torno a por qué aceptan migrantes; es decir, uno discurso que ponga de relieve las necesidades económicas y demográficas reales para hacerlo, en lugar de colorearlo con términos igualitarios, al presentar sus políticas como una muestra de generosidad nacional hacia los otros menos afortunados. El hecho de que tanto Alemania como Suecia tuvieran cifras meta específicas cuando abrieron sus fronteras a refugiados sirios, sin mencionar el apoyo de grandes corporaciones para tales políticas, debería recorrer un largo camino para demostrar que las políticas de migración no solo se basan en consideraciones humanitarias.
En cuanto a la integración de las primeras generaciones, esta tiene una enorme importancia porque su estancamiento tiene consecuencias tanto económicas como sociales. Si los padres no están acostumbrados a las normas y prácticas culturales dominantes de las comunidades anfitrionas y/o no pueden cumplir su potencial en la vida económica de su nuevo país, lo más probable es que no puedan dar a sus hijos un ambiente hogareño seguro y afectuoso. Y lo peor de todo, es posible que sus hijos terminen viviendo una doble vida y estén expuestos a dos series diferentes de normas y valores en la escuela y en el hogar; lo cual podría causar cierto grado de angustia conceptual que los hace más propensos a buscar aceptación en otros, y quizás círculos de culto. El hecho de que una buena mayoría de terroristas surgidos en Europa crezca en ambientes hogareños inestables, de padres divorciados, debe tomarse como un signo para un enfoque renovado sobre la integración de las primeras generaciones. Como es obvio, el no hacerlo podría dificultar los esfuerzos de desradicalización.
Si bien el enfoque en el rol de los sistemas educativos y escuelas, como el mejor lugar para asegurar seguridad nacional, ha sido de interés conceptual, la práctica o más exactamente el lado político de este ha sido, en el mejor de los casos, mal orientado y, en el peor, inefectivo.
Basado en el concepto de capital humano en el cual las personas se consideran mercancías o activos que deben ser educados en el servicio al estado, comúnmente los estados europeos han introducido un alto grado de vigilancia y adoctrinamiento en su sistema educativo, que no solo plantea serios desafíos legales, sino que se presenta en agudo contraste con los valores dominantes de libertad de pensamiento, palabra y expresión. Dicho de otro modo, programas como PREVENT en el Reino Unido o Conversation Compass (CC) en Suecia han tenido un efecto adverso de titulizar el sistema educativo, privando así a los gobiernos de una gran oportunidad de comprender los por qués detrás de la radicalización. Tales programas tienden a estar preocupados únicamente por detectar y por tanto tratar a los alumnos vulnerables como sospechosos y no como víctimas. En consecuencia, no solo erosionan la confianza entre alumnos y profesores, sino que también llevan a una autocensura en la cual los alumnos se abstienen de expresar sus pensamientos y opiniones debido al temor de ser señalados. Esto, a su vez, sofoca la libertad de expresión y pensamiento, al tiempo que se agrega a los profesores una tarea –de vigilancia– para la cual no están entrenados.
Lo peor de todo es que el enfoque de tal iniciativa se limita a un número de estudiantes de cierta etnia y/o grupos/ comunidades religiosas –léase Musulmanes– que en esencia crea un sentido de discriminación y prejuicio, ambos precursores de la radicalización. Igualmente problemáticos son los procedimientos de registro, que podrían poner en peligro la carrera futura del alumno porque él o ella hubiera expresado una opinión considerada extremista. Que la Agencia Nacional de Educación (sindicato de profesores de Suecia), se hubiera manifestado en contra de la iniciativa CC del gobierno y cuestionado su legalidad, mientras que tanto Suecia como el Reino Unido –pese a ejecutar tales programas hayan producido el mayor número de yihadistas extranjeros activos en Iraq y Siria– es o debe ser reflejo de su posterior inefectividad.
Mirando hacia delante, solo se puede desear que los gobiernos de toda Europa comiencen a rediseñar sus políticas pedagógicas con el solo objetivo de alinearlas con quienes tienen el concepto de seguridad humana; uno que busque comprender las razones socio económicas que hay detrás de la radicalización y promueva un pensamiento crítico, de modo que los alumnos con diferentes antecedentes puedan sentirse seguros de argumentar, debatir y reformular sus ideas y opiniones sin el temor de ser etiquetados o acusados. Lamentablemente, las políticas electorales y el surgimiento de una ola de populismo al otro lado del océano muy probablemente impidan tal reevaluación de la política en Europa en un futuro previsible.